Ser extranjera en todas partes me ha enseñado a aceptar mi singularidad

La primera vez que me fui de mi país tenía 20 años. Y lo hice dos veces más después. Curiosamente (o no), siempre me he decantado por lugares celtas, sombríos y lluviosos, como mi tierra natal. Tengo 36 años y 12 de ellos los he vivido en el extranjero. Un tercio de mi vida. Lo que me hace ser extranjera en todas partes: donde vivo, donde nací y dondequiera que viaje. Así que siempre seré rara.

También vivo mi vida en un idioma que no es el mío. Y, aunque me encanta y me siento cómoda haciéndolo, por muy inmersa que esté en la cultura, siempre seré extranjera. Las lenguas no son sólo palabras. Son más que jerga y dialectos locales: son experiencias compartidas. Después de 12 años aquí, puedo imaginarme la infancia y adolescencia de un irlandés, pero eso no es lo mismo que vivirlas. Por eso me sentí excluida con frecuencia por no haber pasado los primeros 23 años de mi vida en Irlanda. Esta sensación de exclusión me persiguió durante mucho tiempo y, cuando no fue así, me la llevé conmigo.

Sentir que no pertenecía a ningún lugar era una constante, e intenté pasar desapercibida. Fingía ser lo más irlandesa posible con mis acciones, palabras e incluso amistades, pensando que eso me traería aceptación externa. Pero la aceptación estaba dentro. Todo cambió cuando cambié mi perspectiva y empecé a aceptar mi origen y mi historia.

Conecté con mi identidad e hice las paces con mi trayectoria, decisiones y experiencias. Aprendí que mi acento representa quién soy y que mi vestuario también cuenta una historia. ¿Era una historia auténtica y honesta? No del todo. Sin embargo, a medida que me fui conociendo mejor, me permití ser creativa y expresarme con la ropa. Ahora me siento orgullosa de decir que soy diferente. Y ya no lo digo desde la exclusión, sino desde la aceptación y el amor propio.

He dejado de intentar encajar. He perdido el miedo a ser yo. Y llevo mi pin de outsider con orgullo.

 
 
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